No hay final sin camino
Por Xabier López Aguilera | 2 de mayo de 2024
Este artículo contiene spoilers de:
- Civil War (2024)
- Firewatch (2016)
Las últimas frases de la reciente película Civil War me han dejado pensando. Después de todo lo vivido, después de todos los compañeros que ha perdido por el camino, Joel le pide al presidente de los Estados Unidos, en sus últimos momentos de vida, un titular. Sabe que el sentido original de su viaje se ha perdido por completo, y, sin embargo, aún se aferra a cualquier cosa que demuestre lo contrario. Piensa que si consigue ese titular, todo habrá valido la pena. Las muertes, el dolor, las cosas horribles que ha presenciado, todo se verá justificado si tan solo consigue darle un sentido.
Terminar un videojuego o, por extensión, cualquier obra, es muy complicado. Si alguien ha llegado hasta el final es porque le ha dedicado un tiempo que estiman valioso, ya que confían en ti como autor. Parece haber un contrato implícito entre creador y consumidor de que el final del viaje valdrá la pena, de que todo lo que se ha consumido con anterioridad estará completo si tan solo se alcanza el final y se le da un cierre digno.
Esta espada de doble filo corta más de lo que nos gustaría, tanto a artistas como a consumidores por igual. Un buen final puede elevar una obra y hacerla muchísimo más memorable, y, por el contrario, un mal final puede echar por tierra todo lo construido con anterioridad y dejar con un sabor de boca terrible al consumidor.
“¿Qué sentido puede tener lo vivido si ha terminado así?”.
Creo que esa búsqueda de un cierre es una herramienta más que los autores pueden emplear para jugar con nosotros, como lo fue (y es) la cuarta pared. Pero también creo que es algo más profundo que solo eso, algo que apunta a nuestra forma de consumir arte.
Nos gusta pensar en cómo van a terminar las cosas en el momento en el que las consumimos. Esto no es necesariamente malo, puesto que demuestra que el espectador está conectando con la historia y/o los personajes, y que se preocupa un mínimo por su futuro. Pero a veces pensar en la meta no nos deja apreciar el momento concreto en el que estamos ahora.
No quiero hablar de lo que hace a un final bueno o malo, porque lo considero, en parte, imposible de categorizar. Un final debería ser el lugar donde dar cierre a los personajes, sus tramas y los temas que ha tratado la obra, pero no tiene por qué. A veces los autores te niegan el final que estabas buscando, ya no como un plot twist, sino casi como una traición.
El primer ejemplo que se me viene a la cabeza es Firewatch. El juego construye, a lo largo de toda su duración, una trama de un hombre que ha perdido a su hijo y que ahora busca venganza contra ti, y está en tu mano descubrir por qué y cómo detenerlo... Hasta que el juego se detiene en seco y te dice: “no, se acabó, esto en realidad nunca fue contigo, has entendido mal la mitad de la historia y ahora tienes que irte”. Recuerdo ver los créditos y no creer lo que estaba pasando. Prácticamente nada de lo construido terminaba encajando en un puzle que el juego deliberadamente te ha presentado, pero que nunca ha tenido la intención de que resuelvas.
En retrospectiva, me gusta el final de Firewatch. Es uno de esos finales que, en frío, cobran algo más de sentido, y desde luego hacen la experiencia más memorable tanto para defensores como detractores.
Sin embargo, Firewatch puede tomar dicho riesgo por un elemento clave: el tiempo. El juego dura como unas cinco horas, o sea que la inversión total de tiempo no es lo suficientemente grande como para considerar verdaderamente ofensivo que juegue contigo de esta forma.
Por el contrario, si al final de una obra como One Piece, que dura más de mil capítulos, se encuentran una lata de atún caducado, mucha gente va a estar decepcionada. Y sus sentimientos estarían justificados, puesto que más de mil capítulos requieren de una inversión de tiempo tremenda como para que el autor venga y se ría de tí justo al final.
¿Pero acaso esa lata de atún caducado reduce el valor de todos los capítulos anteriores?
Si consideramos que una obra existe por y para su final, nos arriesgamos a sentir el viaje como un proceso hacia una meta, cuando es dicho proceso lo que deberíamos estar disfrutando, no tan solo su conclusión.
Pero es complicado no sentirse decepcionado. Al final, nuestras horas para consumir son limitadas, y buscamos obras que nos hagan sentir como que no las hemos gastado en vano. Claro que esto solo consigue limitar a los autores en cómo afrontan sus obras. Si la presión de terminar sus grandes trabajos es demasiado grande, a veces, simplemente no lo hacen, y entonces sí que hemos perdido muchísimo más que si nos hubiesen dado un final mediocre. Son pocas las obras que se arriesgan a enfadar al público con sus finales, porque eso significa arriesgarte a que la gente invalide todo tu trabajo tan solo por el final.
La última temporada de Juego de Tronos es un ejemplo maravilloso. Durante los años en los que estuvo en emisión, todo el mundo hablaba de la serie y la elogiaba por esos personajes y momentos que calaron tan fuerte en el público. Sin embargo, por culpa de una última temporada terrible, no he vuelto a escuchar nada que no sean críticas a la serie por su final, como si todos los momentos que lo precedieron se hubiesen esfumado porque servían a un propósito mayor, y si cae la última carta de la torre de naipes, esta se lleva toda la torre consigo.
En definitiva, en esta búsqueda por un sentido a lo vivido perdemos todos. Tenemos derecho a exigir finales de calidad, pero quizás deberíamos replantear nuestra forma de entender la palabra “calidad” en este contexto. Me es complicado encontrar una definición, y cada uno debería sacar sus propias conclusiones, pero creo que si un autor cree de forma sincera que esa es la forma en la que debería terminar su obra, y existe una intención detrás, es justo que se lo permitamos, incluso si no estamos a gusto con dicho cierre, porque solo así permitiremos a los autores encontrar la libertad que necesitan para cerrar sus obras.
Viendo los juegos que he jugado en lo que va de año, la mayoría tienen un cierre al uso, o directamente carecen de uno porque son juegos infinitamente rejugables y el concepto de “final” no es necesariamente importante para ellos. Estos cierres son completamente válidos, y muchos de los finales que adoro se podrían considerar “al uso”, en el sentido de que cierran lo presentado de forma más que satisfactoria.
Pero estos finales raros, estos que te hacen replantear tu forma de relacionarte con las historias que cuentan, son importantes. Por supuesto no todas las obras deberían tener cierres existencialistas sobre cómo hemos perdido nuestra forma de apreciar el mundo sin pensar en cómo este va a terminar, pero en su justa medida, estos son necesarios.
Hace unos años fui con mi familia hasta el Faro de Finisterre. Desde donde vivía, eran unas 7 horas de viaje en coche, además de los gastos de gasolina, alojamiento, etc... En fin, que por fin vamos a llegar al faro. Dejamos el coche aparcado ahí arriba, caminamos expectantes hacia “el fin del mundo”... y finalmente nos encontramos con una niebla que no nos dejaba ver ni tres metros más allá del mirador. ¿Fue decepcionante? Quizás, pero eso tan sólo sucedió porque existían unas expectativas de lo que el objetivo, la meta, debía ser. Al final, la naturaleza nos privó de dichas vistas, pero es un recuerdo que aún guardo con cariño, no tanto por el final, que podría verse como un fracaso, sino por el viaje hasta aquel faro.
Creo que “Viaje antes que destino” es una filosofía que a todos nos vendría bien seguir. Pero, por desgracia, tanto en el arte como en la vida, suele ser el final lo que tiñe nuestros recuerdos de lo vivido a largo plazo.